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Mes de noviembre, en México mes de conmemoración de nuestros muertos,
costumbre que tiene sus orígenes en tiempos prehispánicos, y que ha ido
adaptándose en épocas posteriores (desde la época colonial hasta
nuestros días).
Anualmente, en estos primeros días del mes, en los hogares, panteones y
lugares públicos, se hacen adornos que congregan a la gente, utilizando
flores, velas, fotografías, objetos, bebidas, comida, etc., que
simbolizan aquello que en vida fue predilecto de nuestros difuntos. |
Y para los que estamos vivos,
este mes les presentamos un tema que a todos nos atañe, titulado
“Inermidad y humanidad”, escrito por nuestro erudito colega y amigo,
Don Enrique Galán Santamaría, analista junguiano ya bien conocido por
todos ustedes... el inmenso valor del otro y de lo Otro, en relación al
yo... pero mejor los dejo apreciando las reflexiones y aportaciones de
nuestro autor.
Dra.
María Guadalupe Abac Archundia
Noviembre 2015
Inermidad
y humanidad
por
Don Enrique Galán Santamaría
Siempre me ha llamado la atención que el término
‘inermidad’ no aparezca en los diccionarios, mientras sí está aceptado
‘inerme’. No sé cuál es la razón, pero la realidad es que ese estado
personal o grupal de desprotección e impotencia es un hecho cotidiano.
Y si queremos reflexionar al respecto necesitamos el grado de
abstracción que vehicula el vocablo inexistente. Su definición es
evidente: falta de recursos, de armas para enfrentar las situaciones
que nos sobrepasan, sean del tipo que sean, en un momento dado.
Ausencia de poder, en suma.
En cuanto a ‘humanidad’, que sí recogen los
diccionarios al uso, tiene varias acepciones, de las cuales retendré
aquí fundamentalmente dos: “naturaleza humana” y “sensibilidad,
compasión de las desgracias de nuestros semejantes”.
Lo fundamental es la naturaleza humana, con sus
límites y capacidades, y la compasión enfrentada a la flaqueza,
fragilidades y desgracias humanas, que apelan a la benignidad, la
mansedumbre y la afabilidad que tanto bien han hecho en la historia
cotidiana al rebajar las consecuencias de ese malestar moral, médico,
social, etc. En suma, el concepto cardinal de ‘humanidad’ asocia la
compasión (sentir juntos) a la naturaleza de esta especie singular.
Pensar
la inermidad
Volviendo a la inermidad, lo primero a reseñar es su
relatividad. Alguien se siente inerme en unas circunstancias
determinadas. Como estado personal, se está inerme respecto a un ámbito
de experiencia, con un determinado nivel de intensidad y en un tiempo
delimitado. La imagen más clara es la enfermedad, cuando los recursos
habituales descienden a causa de la afección, según extensión y
gravedad. Un dolor, una fiebre, un traumatismo, una enfermedad
progresiva, etc., producen una inermidad muy diferente en quien la
padece.
Pero la inermidad toca a otras esferas, más allá de
la médica, que tienen su correspondiente formulación. Desde el punto de
vista biográfico, la inermidad es una experiencia común y natural en la
infancia. La falta de autonomía del cachorro, humano o no, su
debilidad, se debe precisamente a la ausencia de recursos de todo tipo,
excepto los propios de la biología del organismo, instintos y
homeostasis, y de la psique inconsciente. Esa inermidad gatilla el
cuidado de los que le rodean, sea pájaro, cachorro de zarigüeya o bebé
humano. Dicho cuidado es el ejemplo más claro de compasión. Un amor
materno que se extiende benéficamente como compasión universal.
La inermidad del bebé es atendida por la madre o
desde la función materna de sus próximos. En la superación de esas
dificultades, en la adquisición de los recursos necesarios para
sobrevivir, se va estructurando la interioridad. Empezando por la
captación más o menos vaga de los estados corporales y anímicos, y
diferenciando finalmente el yo del tú. El nivel materno de humanidad es
por ello el fundamento de los demás, dada la importancia de los
primeros meses de vida y el dominio de la corporalidad en ese tiempo.
Un periodo que termina cuando el niño puede hablar suficientemente.
Con la palabra aparece el nivel paterno de
humanidad, el logos, y todo lo referido a los recursos necesarios para
hacerse cargo del mundo exterior al hogar. La educación, primero la
enseñanza formal en los medios básicos y la general a lo largo de la
vida, es su instrumento. El aprendizaje es precisamente el modo en que
nos hacemos con las armas necesarias para vivir la propia vida.
Aprendizaje que fortalece interiormente al individuo con las diferentes
capacitaciones que necesita y que se nutre de las enseñanzas de los
demás.
Este aprendizaje toca a todas las áreas de la vida,
empezando por su aspecto material, el relativo a la Naturaleza
inmisericorde. A fin de cuentas, nos sentimos inermes cuando las
circunstancias nos sobrepasan, cuando no tenemos las fuerzas necesarias
para lidiar con los fenómenos externos que expresan las leyes de la
física. Impedimentos que nos obligan a enfrentarlos para salvarnos.
Esos fenómenos meteorológicos, terrestres, corporales, etc. han sido
acicate para las muchas formas de cultura y sus diversas tecnologías.
Tecnologías de todo tipo (prácticas, teóricas, simbólicas) que
conforman los recursos básicos de las comunidades y que constituyen la
muestra más palpable de lo que conocemos como Humanidad.
En su aspecto político y social, la inermidad
corresponde al grado de falta de poder social, en el individuo o el
grupo, según su capacidad económica y posición jerárquica. Aquí la
noción fundamental es la de desigualdad, que se extiende
exponencialmente en la actualidad. Las armas necesarias suponen el
conocimiento del orden simbólico de una comunidad dada, con sus leyes y
costumbres, sus normas y sus excepciones, a fin de constituir grupos de
presión y resistencia en el juego de la correlación de fuerzas
políticas.
Inermidad
psíquica
Señalados sumariamente estos aspectos objetivos
(cuerpo, mundo y relaciones humanas, familiares y sociales), podemos
encarar ahora el aspecto subjetivo, psicológico e individual, de la
inermidad. Es el aspecto cardinal, en la medida que la entereza
interior determina la confrontación con esas diferentes presiones,
externas e internas, que exigen una respuesta de nuestra parte.
La inermidad psíquica responde fundamentalmente a la
confusión de los estados internos, emocionales y cognitivos. La
desorientación sobre nuestro deseo o nuestras capacidades, las
ilusiones sobre nuestra naturaleza y, en general, toda la
psicopatología, dan fe de un desequilibrio entre las diferentes
instancias psíquicas. Sean las clásicas (memoria, entendimiento y
voluntad), o las más específicas definidas por las diferentes
psicologías. Aquí recuerdo las propias de la psicología profunda, en
los términos de la segunda tópica freudiana (yo, ello, superyó) y en
los de la psicología junguiana (persona, yo, sombra, sicigia
ánima/ánimus, sí-mismo), que suponen una psique inconsciente.
La inermidad psíquica puede entenderse así como el
resultado de un conflicto entre posiciones conscientes e inconscientes,
entre instancias psíquicas, produciendo temor y deseo, defensa y huida,
o tantas otras situaciones que podemos definir empíricamente. Esos
conflictos drenan las capacidades de acción, desencadenan todas las
defensas psíquicas hasta asfixiar al sujeto, obnubilan la inteligencia
y neutralizan el sentimiento. En esa desarticulación, las emociones
campan por sus respetos, las pasiones se enseñorean de la consciencia y
el individuo queda inerme ante su propio mundo interior. Catapultando
así las otras inermidades que experimenta frente al exterior.
La inermidad psíquica corresponde en suma a un
alboroto negativo del alma (miedo, frustración, desvitalización) y a un
oscurecimiento parcial del espíritu (pérdida de sentido, errores de
apreciación). Todo ello desencadena conductas agresivas o de huida,
comportamientos extemporáneos o discursos incongruentes. Perder la
seguridad en uno mismo, equivocarse hasta el delirio o la alucinación,
verse sumergidos por las emociones desbocadas, ser dominados por la
rabia (impotencia), ira (furor ciego) o desesperación (pérdida de
horizonte), caer presa de la angustia inmanejable, la ansiedad
invalidante, la depresión paralizadora, sentirse desarbolados por el
pánico, el abandono del otro, la derrota… todo ello corresponde a la
inermidad en la justa medida que menguan los recursos habituales para
hacerse con la vida.
La desconfianza en uno mismo o en el otro, la
ignorancia, el estupor, el desgarro o la imposibilidad de definir con
claridad los conflictos internos, o no ser capaces de ver nítidamente
las situaciones de poder externas, nos dejan inermes ante las
decisiones necesarias, aquellas que deben tomarse para que la vida siga
su curso. Y recuperar así el equilibrio interior, el sentido del humor,
la relativización y el auto-escepticismo necesarios para ver las cosas
en perspectiva y establecer ritmos y planificar los proyectos.
Humanidad
en acción
La inermidad psíquica encuentra sus paliativos en la
humanidad compasiva de quienes nos rodean, nuestros amores y amigos,
los familiares y los azarosos expertos que ponen sus artes en práctica.
Haciéndose cargo del estado más o menos transitorio del individuo
inerme, le sirven de apoyo para que recupere la estabilidad y el
equilibrio, prestándole sus propias armas, los recursos que sí están
disponibles para ellos.
Conocimientos, actitudes, sentimientos y afectos,
orientación y soporte es lo que necesita de los demás quien se
encuentra inerme ante los embates de sus conflictos internos. Una buena
palabra, una acción enérgica, un consejo adecuado, una perspectiva
diferente, etc., serán algunos de los modos que le sirvan de soporte a
quien está desorientado por no poder echar mano de sus específicos
recursos, ahora ensombrecidos por los conflictos.
La humanidad comprensiva enfrenta las pasiones
humanas, demasiado humanas, que agitan a quien está neutralizado por
ellas desde la compasión. Conocemos el aspecto evolutivo de la
compasión, ya presente en las aves, con su atención al polluelo y su
gestalt de demanda en los colores de su pico, pero sobre todo en los
mamíferos, con su diversa complejidad, de roedores a primates,
cumpliendo la misma función de mantenimiento de la vida ajena.
Esta compasión es un arma capital, un recurso
fundamental. Es el fundamento de toda comunidad, culminando en la
complejidad de las civilizaciones humanas. Poner el poder propio al
servicio del otro de modo espontáneo tiene un valor indiscutible.
Existencialmente, permite a los individuos singulares capear los muchos
temporales que atravesamos en la vida. Políticamente, fundamenta la
vinculación social. Filosóficamente, establece una ética que parte del
reconocimiento de la debilidad ajena. Para limitarla o resolverla.
Es decir, la humanidad, la humanitas latina, está en
el núcleo de la conducta confiable, del apaciguamiento del sufrimiento
y de la comprensión de esta existencia compleja y rica. Su fin es
proporcionar recursos al inerme, orientarle y sostenerle en los
momentos de confusión y debilidad, comprendiendo sus flaquezas y
cuidando los rasgos de carácter que le permitan valerse por sí mismo.
La humanidad consiste, en suma, en aumentar el poder de quien lo ha
perdido parcialmente en sus estados de inermidad. Que siempre supone
una pérdida de libertad.
Nuestra libertad, interna o externa, depende de los
recursos que tengamos, del tipo que sean. Fundamentan la
responsabilidad, esto es, la capacidad de respuesta. Recursos que se
articulan en cada acción concreta. La visión clara, el corazón en su
sitio, unas emociones precisas y canalizadas aseguran una acción
efectiva, orientada a un fin y con energías bien administradas. Esto es
precisamente lo dificultoso en los estados de inermidad.
Psicoterapia
como humanidad
La psicoterapia, en su enfrentamiento con los
múltiples estados de inermidad psíquica y sus distintos rangos, intenta
dotar al paciente de los recursos necesarios para el viaje interior.
Capacitarle para que pueda hacerse con lo invisible que habita en él y
que se manifiesta en los síntomas y la imaginería consciente (fantasías
e ideas) e inconsciente (sueños y demás formaciones de lo
inconsciente).
Esta capacitación surge no tanto de una enseñanza
teórica proporcionada por el analista, el terapeuta, aunque la teoría
se encuentre lógicamente omnipresente en los filtros conceptuales que
orientan la atención e interpretación de los fenómenos psíquicos. Más
bien, el empoderamiento terapéutico se sigue de la “neutralidad
benevolente” del terapeuta y de su confianza en los poderes de la
psique objetiva del individuo que se siente inerme y acude a él.
Poderes que pueden captarse incluso en momentos de máximo sufrimiento o
debilidad insoportable. Esto es, cuando la inermidad se apodera del
sujeto, mostrándole sangrante sus lagunas de poder.
Podemos asociar así la autorrealización psíquica con
el aumento de la humanidad (naturaleza, historia, fragilidad,
compasión, conocimiento) en uno mismo. Tanto en el sentido de un
tallado de la expresión singular, propia, de los rasgos específicos y
comunes de nuestra especie, la autoconsciencia en primer término, como
de la compasión ante los desfallecimientos de nuestra naturaleza, en
nosotros mismos y los demás.
Una compasión que a través de la empatía y la
comunicación consigue que aquel que perdió su camino lo reencuentre.
Una compasión que hace del vínculo humano su objeto más valioso, y del
agradecimiento el mejor de los valores éticos. Una compasión que ha
sido elevada por el budismo (compasión universal) y su lejano nieto el
cristianismo (amor al prójimo) a elemento cardinal. Se trata de sentir
con el otro sus propias dificultades y miserias, que tan bien conocemos
en nuestro deambular personal, para ayudarle a superarlas. Así, la
humanidad compasiva constituye el fundamento de la confianza en los
demás y uno mismo, y de tantas otras virtudes que ayudan a seguir
adelante y celebrar la vida
Enrique Galán Santamaría
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